El blog de Ana Pardo

Mi visión de Frida

Por Ana Pardo en Domingo, 14 Septiembre 2008. Archivado en Óleo

Óleo sobre lienzo - 60 x 73 cm

Mi visión de Frida

   Ha pasado ya un tiempo desde que la conocí, entiéndanme, que conocí tanto su obra como las relaciones biográficas y autobiográficas que fueron publicándose, y continúo sin percatarme completamente de la fuerte atracción que siento por la figura de Frida Kahlo. Si se diera la circunstancia de que, Dios no lo quiera, me encerrase en un monasterio de clausura entregada a los votos de silencio y una persona proclive a los enigmas quisiera retomar el mío, en el ejercicio de su investigación poco tardaría en buscar a mis amigos.

Todo el mundo que me conoce, o al menos aquellos que conocen mi lado más sociable, se aventuraran rápidamente a subrayar ciertas analogías que aparecen cuando quedamos enfrentadas: el oficio de pintar sin la premura de una exhibición, cierta relación con el estado alemán en nuestros orígenes, gusto por el sedentarismo y alguna otra afinidad que ahora no evoco. En verdad afirmo, ahora que aun puedo hablar, que no podría estar en mayor desacuerdo; como quiera que sea y por alguna razón, el motivo que me cautiva nada tiene que ver con algún tipo de vida paralela. He dejado, pues, un sólo camino: acometer el retrato de Frida; tal vez el único medio de interpretar mi fascinación por ella y,  asimismo y por añadidura,  descubrir algunas de las pautas que rigen el signo de mi comportamiento. Además, haciendo justicia a la verdad, se me antoja igualmente incierto el propio carácter de analogía tomada en las comparaciones anteriormente citadas. Para ello empezaré por desmitificar mi propio origen, y pongo este accidente en primer término por la obstinación que mantienen algunos en apodarme “la hispano-germana”.

Nací en Alemania, no puedo negarlo, como pude haberlo hecho en pleno vuelo sobre territorio chino. Es correcto que viví allí los primeros 7 años de mi vida, pero a una edad tan temprana no se conservan afinidades regionalistas que perduren en el tiempo y, abriendo mayor brecha en mi caso, aun menos cuando los primeros cuidados lo llevaron a cabo un matrimonio húngaro que siempre guardo en mi corazón y que se convirtieron, al fin y al cabo, en los únicos abuelos que he abrazado. Ni soy alemana ni pretendo serlo porque nada me ata a esa nación, aunque sienta por ese país la innata inclinación hacia las cosas que te arrullan en la niñez. Soy española, cosa que lamento más; de una España apocada y desvertebrada. Y más lo lamento por cuanto más la amo.

 Aunque la relación afectiva que mantengo con mi país pueda parecer aquí una simple nota autobiográfica, es vital para comprender el lazo que me ata a Frida, y todavía más importante, vital para penetrar en los realces expresivos que definieron su retrato. Reconozco que la idea que transmito en este momento es confusa y caótica, pero finalmente he comprendido que para llegar al último rincón de su alma debo abordar el último rincón de la mía. Poco me importa que esta introspección no se acomode a la típica referencia artística, aquellos que sólo quieran sacar faltas al retrato les bastarán diez o quince segundos de su atención, hecho que, por otra parte, también debo agradecer. Pero existen otras personas que por diversas razones atienden y escudriñan los inagotables matices por el que se desenvuelve la mente humana, y por esa razón, estoy dispuesta a seguir dando forma inteligible a la pena que me aflige cuando miro a través de la ventana.

 Quedan lejos las fiestas de mi adolescencia entonando el “Desde Santurce a Bilbao”, o el “Asturias patria querida”, bailando con igual entusiasmo una jota o una sevillana, intercalando en nuestra habla algún que otro “nen” o “rapaz”. Menciono estos rasgos con toda la solemnidad que alcanza el admitir que lo sentíamos como propio, nunca pensábamos que nos apoderábamos de algo ajeno; era nuestro, sólo que más típico kilómetros allá. Ahora, en diversas circunstancias, observo la represión de estas manifestaciones, en ocasiones por puro odio, en ocasiones por miedo a soliviantar susceptibilidades regionalistas ante la idea de profanar o usurpar una faceta cultural creada con derechos de autor. Fuera del ámbito deportivo, quizás de ahí la importancia que ha cobrado éste, se requiere audacia susurrar: ¡Viva España!, el temor de la sombra fascista cayendo sobre nuestra cabeza coarta, en muchos casos, nuestra libertad de expresión patria.

 Soy consciente de esta vieja enfermedad fraccionista, diagnosticada hace mucho tiempo por hombres más respetables que yo, pero no por ello dejaré de maldecir la escasa suerte que este territorio tuvo siempre con sus gobernantes. Sus labios, más que nunca, se han vuelto ponzoñosos; capaces de vender su alma por un voto logran transmitir a la gente el estado de humillación, ofensa, robo y abandono que España abriga contra sus dignidades. El pueblo, en rebaño, ha terminado por creer la bajeza de esas palabras y dirige un odio, del que antes carecía, no contra el político sino contra sus propios hermanos. Extraña revolución francesa la que vivo en este momento; el pueblo se subleva contra el pueblo.

 España esta herida, de muerte, y no alcanzo ver una vacuna que actúe como revulsivo.  ¿Qué credibilidad puedo otorgar en la actualidad a 10 políticos de un partido sin ninguna diferenciación morfológica en sus reflexiones? ¿y a 200?; al menos en las votaciones del congreso queda patente su homogeneidad. Si como aludí anteriormente, riqueza y variedad son dones de la mente humana, más preceptiva en los intelectuales ¿No puede un progresista, al menos una vez en la vida, tener una idea conservadora?, o viceversa. Pero seamos más perspicaces; si debemos acomodarnos a la realidad política de este país, es decir, reconocer, no que conservadores y progresistas se confunden bajo la misma cortina ideológica sino que existe un tremendo vacío de políticos conservadores, políticos progresistas y, fundamentalmente, políticos con ideas, ¿no pueden aparecer 15 entre 150 del mismo grupo que voten en algo?: –NO ESTOY DE ACUERDO CON EL PARTIDO - ¿Tanto odian a sus padres, a sus hijos?. ¡No!, no lo creo, y por la misma razón que dos gemelos, por más semejanzas fisiológicas que tengan, poseen pensamientos diferentes, debo convencerme de que nuestros políticos, verdaderos clones en el ámbito público, no hacen política sino se sirven de ella, aunque el elemento a sacrificar sea mi propia España.

 No pretendo desembocar en utopías sociales, el político por definición no es honrado, pero aunque el pueblo no sienta credibilidad hacia ellos, todo se perdona cuando la política se direcciona hacia la salvaguardia de un fin común, de un destino. Las personas de este mundo, con todas sus acciones y contradicciones, ante todo, necesitan una patria. España ha perdido su pasado, su presente y niega un destino. Mi querida España, como cantaba Cecilia, malogró su futuro. La semilla del rencor sembrada por esta sierpe política ha fructificado. Yo también he llegado a sentir el odio. Me irritan los actuales políticos de este país, y más aún, me exaspera toda esa horda popular que enarbola banderas políticas sin medir sus consecuencias. Vivo la dictadura de una mayoría insustancial, ignorante, capaz de agredirse por una bombilla comunitaria mientras vitorea a aquel que le roba, que se burla, que mancilla su memoria y que arruina la dignidad de sus hijos. Cuando España muera, sólo habrá criados de Europa, que le sirva en invierno y le lave los pies en verano.

 Reconozco que realizar una síntesis de cómo mi propia identidad se desarraiga de la nueva realidad  española vive en la línea fronteriza de lo racional y lo exótico, pero este juicio, más allá del valor que tenga, guarda cierta ironía; que mis raíces hispanas desdeñen mi actual españolismo, me exige, de forma aún más peregrina, definir una realidad más amplia que de sentido a los principios que guían mi comportamiento.

 Mi carácter, debo confesarlo, es fuerte; y no por ese convencionalismo recogido en tratados etnográficos que, a modo de horóscopo, asigna un determinado papel a pluralidades de individuos. No existen países llenos de valientes, o vagos; ni siquiera pequeñas poblaciones donde todos sus componentes sean generosos, habladores o derrotistas ante una adversidad doméstica. Mi fortaleza no proviene de ese principio político. Soy fuerte porque defiendo mi parcela familiar, económica e intelectual; porque tengo recursos donde apoyarme para ello, buscándolos en caso de vacío. Soy fuerte porque promulgo mis costumbres, mis creencias y mi propia energía; y por la forma en que se agrupan estos atributos estoy dispuesta a creer que dicha vitalidad proviene de mis raíces latinas. Soy romana, de la Roma conquistadora, colonizadora y protectora de sí misma; de la Roma que adopta lo mejor de las demás culturas sin renunciar a su pasado, sin romper su idiosincrasia; de la Roma civil, lógica y realista. Si si, de una Roma clasista, soberbia, intrigante e imperativa, también. Roma, la civilización latina, la civilización eterna. Cuanta incomodidad ocasionaría a las naciones occidentales que se consideran no latinas si ahondaran en los principios que rigen y conducen sus estilos de vida.

 Por eso mismo y aunque resulte paradójico, es, en muchos casos, el horizonte y no la casa quien mejor delimita la naturaleza del individuo. Soy latina, orgullosa de mi herencia romana, y por esta apreciación toman sentido, por ejemplo, la admiración, respeto y acérrima defensa que mantengo con la tradición pictórica, o, como en el caso que me lleva hoy a ordenar estos pensamientos, mi fascinación por Frida Kahlo. Su componente latino predominó siempre. La vida no fue generosa con Frida, diríase que el destino, impertinente, insistió en que fuera blanco de una cascada de desgracias con el macabro fin de que la última amortiguara los desconsuelos de la anterior. Pero por sus venas fluía sangre latina, y cuando tomó conciencia de su legado, un halo combativo comenzó a cincelar su carácter. De fuerte temperamento, Frida defendió su pintura, su familia y su pueblo. Nuestro latinismo nos precede y hermana. Ella mejicana, yo española, pero ambas acunadas bajo el carácter del mismo ancestro. El horizonte une nuestra esencia motriz, la casa distancia nuestras manifestaciones. En su caso, atraída por el pueblo, amaba al mismo sobre un Méjico casi recién nacido e incierto; en el mío, aferrada a la memoria de una España vieja y moribunda, amo a ésta sobre un pueblo ambiguo.

 Con razón o sin ella, es ahora, a través de lo que algunos considerarán una salida de tono, cuando me percato de mi fascinación por Frida, la persona. Es difícil aceptar valoraciones sobre su personalidad cuando se prescinde de la parte anecdótica, lo sé, pero si no he relatado los detalles de su vida o las leyendas que circulaban en torno a ella es porque creo sinceramente que nunca podré acercarme al esplendido trabajo llevado a las pantallas de cine, mi máxima recomendación. No obstante, el respeto que siento hacia ella es anterior. Primero, como es natural, conocí a Frida, la pintora. En este punto, si volviéramos a interrogar a aquellos amigos que me buscaron similitudes con Frida de forma tan gratuita, afirmarían ceremoniosamente mi completo rechazo hacia su pintura. Como conozco la fluidez de sus palabras y su desenvoltura en transmitirlas, no me cabe duda que, por ejemplo, el primitivismo en la concepción del color, forma, composición, trato y otros formarían el compendio de razones con las que apoyarían dicha afirmación. Una vez más debo pagar su gratitud con la mayor de las contrariedades, pues cuando miro uno de sus cuadros contemplo una obra de arte. Al margen de evaluaciones técnicas, percibo en sus cuadros la narración de sí misma, me llega ella, Frida, a la que considero la verdadera obra de arte. Frida hacía arte porque se pintaba. Frida era Arte y, por casualidad del destino, pintora; y por casualidad de su matrimonio, famosa, lo cual agradezco pues me permitió conocerla.

 En mi visión de Frida quise transmitir aquellos rasgos que acentúan su carácter: el gesto altivo de su latinidad trasluciendo en su semblante doliente una compleja sencillez interna así como el barroquismo de su puesta en escena social. En unos casos son sus rasgos fisonómicos los que determinan la expresión, en otros los elementos circundantes.

 Pero no quiero poner el punto y final a esta reseña sin antes pedir toda clase de disculpas a esos amigos fieles que me estiman y sobrevaloran. Y demando esta absolución, no por las réplicas que recibieron a lo largo de esta nota, pues estoy convencida de que ya me han perdonado, sino fundamentalmente por el último revés que cobrarán sus vanidades; aunque el retrato pueda parecerles una viva reproducción de la portada del Vogue, son las fotografías de su padre, Guillermo, sobre las que me he guiado.

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